Las últimas declaraciones de líderes políticos del
PP y CIU, debidamente amplificadas por los medios de comunicación, son potentes
llamados a la violencia anti inmigrante.
No se trata de llamamientos a apalear inmigrantes en las calles o a
quemar sus “casas pateras” -o por lo menos no directamente-, sino dejar claro
que desde el punto de vista institucional existe la voluntad explícita de construir
una frontera que marque un “Nosotros” contra “Los Otros”.
La imagen de la llegada de los inmigrantes ya no es
la medida del éxito económico de una sociedad que se creía rica y atraía como
la miel a las moscas. Sino todo lo contrario. El discurso anti-inmigrante es la
punta del iceberg de una política antipopular que tendrá como uno de sus
referentes preferidos a esa franja de población que demuestra con su sola
existencia el fracaso de un sistema económico y social; los pobres, en
cualquiera de sus formas, limpiadores de vidrios en las calles, vendedores de
latas, parados en la plazas, habitantes de casas sobrepobladas, beneficiarios
del PIRMI, etc
La dictadura de un discurso anti-immigrante
En una sociedad occidental que se quiere verse a sí
misma como justa y democrática, el discurso político - ya no sólo el electoral,
es decir, el que usa lo que sea para atraer votos- ha encontrado en el
inmigrante su nuevo buque insigne. El extranjero, el desconocido habitante de
tierras más o menos lejanas, invade y trae consigo su dosis de barbarie, su
moral desviada, su estética fea. Ocupa
las calles, las plazas, y los asientos del metro. Es el inmigrante delincuente; el inmigrante aprovechado;
inmigrante irrespetuoso; inmigrante rebelde toda una serie de imágenes que
desdibujan que hablamos de personas con las que a diario se convive en todos
los espacios.
El efecto del
discurso, apoyado en cifras y en el llamado “sentido común”, redunda en una
deshumanización cuya escala es todavía desconocida. En lo que transmiten las autoridades políticas
en todo el Estado Español, pero principalmente en Catalunya , vemos como cada
día se profundiza un enfoque basado en
la construcción de un “inmigrante” peligroso y de cuyo control y
disciplinamiento depende hasta el futuro de la nación.
Este giro político deja atrás décadas de discursos
que promovían sociedades abiertas respetuosas de los valores. Y es tal el nivel de consenso existente que incluso
se permite develar la hipocresía evidente que siempre existió departe de
quienes promovían un modelo social multicultural. La cruda realidad le permite
hoy decir sin arrugarse a un alcalde o a un miembro del gobierno, que si se
tiene que elegir entre que coma en la escuela
un niño de “aquí” o un niño “inmigrante” pues que se priorice porque
coma el niño “de aquí”. Violencia en estado puro.
Una vez deshumanizado, el inmigrante pobre puede ser
objeto de cualquier medida de excepción que se justifica ya no por causas
determinadas, sino por el simple hecho de pertenencia al grupo señalado. Se le puede encerrar en cárceles de dudosa legalidad
como los Centros de Internamiento para Extranjeros (CIE), se le quitan
beneficios sociales, se le discrimina en los espacios educativos, etc. El
necesario disciplinamiento del inmigrante pobre, consensuado entre las elites políticas y económicas fluye de
forma natural entre los ciudadanos, legitimando que para este colectivo se
construya una legalidad “especial”.
Pero el objetivo de todo este giro en la político
institucional no se acaba solo en la construcción de un “enemigo” sobre el cual dejar caer la rabia y
frustración que abunda por las calles.